Nana Rodríguez Romero, Colombia
En
esa sociedad regida por el pragmatismo, las bibliotecas estaban prohibidas. Las
empresas editoriales producían montañas de libros para los consumidores,
quienes al tenerlos frente a sus ojos los devoraban. Cada página leída era una
página arrancada. Los libros eran descuadernados, deshojados y una vez leídos,
eran llevados a las máquinas crematorias. Parecía como si estos hombres
tuvieran una impresora en el cerebro Tan cierto era que en la parte alta de la
nuca les había evolucionado una hendidura por donde les colgaban metros y
metros de papel con toda la información que habían acumulado. Algunos olvidaban
cortarse ese apéndice y las congestiones y los enredos en las calles eran un
verdadero caos. Entonces venían los encargados del orden y arrestaban a los
transgresores de la ley pues estaba prohibido portar información en las vías
públicas.
Claro
que se podían observar muchos con su nuca y espalda vírgenes y despejadas.
Otros tenían la hendidura tan pequeña que apenas sí se asomaba la punta de un
papel blanco y, en el gran archivo de la información sólo figuraban como una
ficha con su respectivo código. Otros ocupaban sótanos completos. Como sólo se
producían libros técnicos, los autores, entre ellos muchos científicos eran vigilados
con celo; y es de suponerse, los poetas, los escritores, los filósofos y los
artistas eran especies en vía de extinción.
A Enrique Medina y Carlos Londoño.
Maritza Iriarte, Perú
Desde entonces papá no juega con él, lame su cuerpo desnudo
y, por las noches, su aullido no lo deja dormir.
Angélica Santa Olaya, México
― ¡Que la quemen en la hoguera! ― Vociferó el inquisidor, y
se relamió los labios recordando la suavidad de sus carnes y el fuego que ardió
en sus ojos el día anterior mientras la violaba. Ese fuego rebelde que se avivaría con los
siglos convertido en gritos, danzas y un paso incendiario que, todavía, ningún
esparadrapo ni hoguera pueden detener.
Eliana Sosa Martínez, Bolivia
Cada noche, mi abuela me contaba
la historia del árbol más grande y antiguo de la ciudad. Me dijo que ella lo
conoció joven, frondoso y recio, cuando era una niña. Los paseantes en el
parque se asombraban de su belleza y él parecía ser consciente de aquella
admiración, extendiendo sus ramas hasta el cielo.
Después de correr y jugar con
sus amigos, se iba a echar bajo su sombra. Desde el césped contemplaba el
entramado de sus ramas, creando imágenes y formas; le parecían un mapa secreto
que la conduciría a un tesoro inmenso. Pero, por más que intentaba, no lograba
descifrar el verde resplandor contrastando con el cielo intenso; la hipnotizaba
y se perdía en esa belleza.
Siguió yendo a diario con la
esperanza de hallar una pista, una señal que la ayudara a encontrar el camino.
Un día se puso a observar el espacio entre las ramas y en las que las hojas no se
tocaban. Sus ojos se iluminaron y no pudo más que sonreír. Me contó, que desde
entonces, supo que la vida no solo se trataba de concentrarse en el sonido, las
palabras o las acciones, sino especialmente, en el vacío, en lo que no se dice
ni se hace: el silencio. Cuando mi abuela murió y tuve que permanecer sola con
mis padres, aquel consejo me salvó.
Del libro Luz y Tinta, 2022, de EOS Villa, Argentina.
Lilian Elphick, Chile
El poeta sobrevivió a varias
guerras y exterminios, cabalgó por las interminables llanuras del hambre y bebió
el agua de ríos donde corría la traición. Escribió en papeles manchados, en
tablas y cartones. Anotó el mundo entero, ése que sus ojos no se atrevían a
mirar. Pero, bastaron los grillos para sacarlo del insomnio. Los fue juntando y
les fabricó un pequeño paraíso de ramas y hojas tiernas en una caja donde antes
almacenaba el amor. Los grillos, sin motivo alguno para marcar territorio, guardaron
silencio.
Del libro Fuera de tiempo, 2022
Laura H. Zúñiga, Costa Rica
Viajé al otro lado del mundo.
Encontré en el camino un monumento con muchos nombres de mujeres:
"En honor de aquellas a quienes se les arrebató la vida".
Sentí un horror en los labios. Quise llorar, pero solo una
araña emergió de la cuenca vacía.
Mi nombre figuraba en la dedicatoria.
Amalia Cordero, Cuba
Te presto el cuarto por tres
días. — Dijo Don Pedro. Por las vueltas
que ella dio en la cama supe que no había dormido. Llevaba tiempo inventándose
vías para darme un techo o algo de comer. A la luz de los primeros rayos del
día estuvo revolcando el maletín de nuestras ropas. Extrajo las más coloridas,
los pulsos y collares que hacía tiempo no usaba. Se vistió, ató un pañuelo
verde en su cabeza. Se maquilló más que nunca. Tomó mi brazo. —¡Vamos, que
desde hoy soy una gitana! Caminamos hasta el barrio de los ricos. Tocaba las
puertas de las mansiones donde se ofrecía para leer la palma de las manos a las
señoras y alumbrarles el futuro. A veces abrían, otras no. Sus consejos devenían
satisfacción en las damas. Los aprendió al poner el pecho frente a un poderoso
enemigo. En las tardes comenzó a traer
algo de dinero, entonces devolvió el cuarto. Mi madre había decidido que no iba
a ser prostituta.
Lorena Escudero, España
Con los pelos que quedan en su cabeza hacemos la mecha para encender la vela, fabricada con la cera que dejaron caer de sus oídos los marinos [para su perdición y nuestro banquete], y una vez encendida la metemos dentro, rebanando con cuidado el cráneo y sorbiendo con deleite los sesos, y aplicamos nuestras afiladas uñas en extraer los ojos, liberando así las cuencas que permitan vagar la luz desde el interior de la testa que colgamos del mástil del barco [ya por siempre desamparado en nuestra orilla], a modo de faro sobre el mar, obligando a las olas a llevar su reflejo hasta Penélope, la señal para que termine de tejer.
Norma Yurié Ordóñez, Guatemala.
A nadie le asustó la difusa ciudad que se erigía entre las nubes. Ni siquiera cuando notaron que aquel mundo se estaba convirtiendo en un espejo del nuestro.
Denise Armitano Cárdenas, Venezuela
Cayó
en el cieno del río, cerca de un nido de tembladores que lo adoptaron como uno
de los suyos. Durante años, los contactos almacenados en el teléfono móvil
recibieron misteriosas llamadas.
Patricia Nasello, Argentina
—Ofrézcame otra solución —dice.
Su tono suave, educado, esconde una súplica. El médico la observa desde la cima
donde cree que su profesión lo ubica. Se trata de una mirada lejana, con el
toque justo de indiferencia y desdén que dedica a los ignorantes que se atreven
a cuestionar su juicio. El hielo de esos ojos la quiebra—. Como usted diga,
doctor.
Las alas que le pueblan el pecho
están pegadas al corazón, extirparlas toma más tiempo del previsto.
Ya no escuchará más trinos, ni
la acosará el deseo neurótico de elevarse por encima de esa realidad chata que
la circunda.
El posoperatorio es largo y
traumático.
Solange Rodríguez Pappe, Ecuador
Hay mujeres que leen en las líneas
de la mano.
Yo prefiero las barbillas
varoniles, las que tienen hendiduras, muescas, relieves; profundidades que
pueden verse bajo una tenue barba crecida y áspera. Las leo, pero no miro en ellas
el camino de los hombres ni la fatalidad, no me interesa, particularmente su
destino.
Leo el cuerpo masculino por eso
que llaman cultura general.
Lo leo por placer.
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