Jorge Luis Borges
Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también
era una apariencia, que otro estaba soñandolo.
Empezó a contarme su vida y sus
desdichas. Le atajé diciéndole que se ahorrase aquel trabajo, pues de las
vicisitudes de su vida sabía yo tanto como él, y se lo demostré citándole los
más íntimos pormenores y los que él creía más secretos. Me miró con ojos de
verdadero terror y como quien mira a un ser increíble; creí notar que se le
alteraba el color y traza del semblante y que hasta temblaba. Le tenía yo
fascinado.
—¡Parece mentira! —repetía—¡parece mentira! A no verlo no lo
creería...
—No sé si estoy despierto o soñando...
—Ni despierto ni soñando—le contesté.
—No me lo explico... no me lo
explico—añadió—; más puesto que usted parece saber sobre mí tanto como sé yo
mismo, acaso adivine mi propósito...
—Sí—le dije—, tú—y recalqué este tú con un tono autoritario—,
tú, abrumado por tus desgracias, has concebido la diabólica idea de suicidarte,
y antes de hacerlo, movido por algo que has leído en uno de mis últimos ensayos,
vienes a consultármelo.
El pobre hombre temblaba como un
azogado, mirándome como un poseído miraría. Intentó levantarse, acaso para huir
de mí; no podía. No disponía de sus fuerzas.
—¡No, no te muevas! —le ordené.
—Es que... es que...—balbuceó.
—Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.
—¿Cómo? —exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.
—Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester?
—le pregunté.
—Que tenga valor para hacerlo—me contestó.
—No—le dije—, ¡que esté vivo!
—¡Desde luego!
—¡Y tú no estás vivo!
—¿Cómo que no estoy vivo? ¿es
que me he muerto? —y empezó, sin darse clara cuenta de lo que hacía, a palparse
a sí mismo.
—¡No, hombre, no! —le repliqué—.
Te dije antes que no estabas ni despierto ni dormido, y ahora te digo que no
estás ni muerto ni vivo.
—¡Acabe usted de explicarse de una vez, por Dios! ¡acabe de
explicarse!
—me suplicó consternado—, porque
son tales las cosas que estoy viendo y oyendo esta tarde, que temo volverme
loco.
—Pues bien; la verdad es,
querido Augusto—le dije con la más dulce de mis voces—, que no puedes matarte
porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no
existes...
—¿Cómo que no existo? —exclamó.
—No, no existes más que como
ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y
de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas
venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de
novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.
Juan Rulfo
«El día que te fuiste entendí
que no te volvería a ver. Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por el
crepúsculo ensangrentado del cielo. Sonreías. Dejabas atrás un pueblo del que
muchas veces me dijiste: “Lo quiero por ti; pero lo odio por todo lo demás,
hasta por haber nacido en él”. Pensé: “No regresará jamás; no volverá nunca”».
Woody Allen
Un hombre se despierta y
descubre que su loro ha sido nombrado Subsecretario de Agricultura. Los celos
le consumen y se pega un tiro, pero desgraciadamente la pistola es de ésas que
sale una banderita que pone «Bang». La banderita le saca un ojo, pero
sobrevive… un ser humano redimido que, por primera vez, disfruta de los
placeres elementales… de la vida, tales como labrar la tierra o sentarse sobre
una manga de riego.
Gabriel García Márquez
A la hora prevista recibió como
todos los años a los invitados de su guardia personal y los hizo sentar a la
mesa del banquete a tomar los aperitivos mientras llegaba el general Rodrigo de
Aguilar a hacer el brindis de honor, departió con ellos, se rió con ellos, uno
tras otro, en distracciones furtivas, los oficiales miraban sus relojes, se los
ponían en el oído, les daban cuerda, eran las doce menos cinco pero el general
Rodrigo de Aguilar no llegaba, había un calor de caldera de barco perfumado de
flores, olía a gladiolos y tulipanes, olía a rosas vivas en la sala cerrada,
alguien abrió una ventana, respiramos, miramos los relojes, sentimos una ráfaga
tenue del mar con un olor de guiso tierno de comida de bodas, todos sudaban
menos él, todos padecimos el bochorno del instante bajo la lumbre intacta del
animal vetusto que parpadeaba con los ojos abiertos en un espacio propio
reservado en otra edad del mundo, salud, dijo, la mano inapelable de lirio
lánguido volvió a levantar la copa con que había brindado toda la noche sin
beber, se oyeron los ruidos viscerales de las máquinas de los relojes en el
silencio de un abismo final, eran las doce, pero el general Rodrigo de Aguilar
no llegaba, alguien trató de levantarse, por favor, dijo, él lo petrificó con
la mirada mortal de que nadie se mueva, nadie respire, nadie viva sin mi
permiso hasta que terminaron de sonar las doce, y entonces se abrieron las
cortinas y entró el egregio general de división Rodrigo de Aguilar en bandeja
de plata puesto cuan largo fue sobre una guarnición de coliflores y laureles,
macerado en especias, dorado al horno, aderezado con el uniforme de cinco
almendras de oro de las ocasiones solemnes y las presillas del valor sin
límites en la manga del medio brazo, catorce libras de medallas en el pecho y
una ramita de perejil en la boca, listo para ser servido en banquete de
compañeros por los destazadores oficiales ante la petrificación de horror de
los invitados que presenciamos sin respirar la exquisita ceremonia del
descuartizamiento y el reparto, y cuando hubo en cada plato una ración igual de
ministro de la defensa con relleno de piñones y hierbas de olor, él dio la
orden de empezar, buen provecho señores.
Luis Buñuel
Los charcos formaban un dominó
decapitado de edificios de los que uno es el torreón que me contaron en la
infancia de una sola ventana tan alta como los ojos de madre cuando se inclinan
sobre la cuna.
Cerca de la puerta pende un
ahorcado que se balancea sobre el abismo cercado de eternidad, aullando de
espacio. Soy Yo. Es mi esqueleto del que ya no quedan sino los ojos. Tan pronto
me sonríen, tan pronto me bizquean, tan pronto SE ME VAN A COMER UNA MIGA DE
PAN EN EL INTERIOR DEL CEREBRO. La ventana se abre y aparece una dama que se da
polisoir en las uñas. Cuando las considera suficientemente afiladas me saca los
ojos y los arroja a la calle.
Quedan mis órbitas solas sin
mirada, sin deseos, sin mar, sin polluelos, sin nada; Una enfermera viene a
sentarse a mi lado en la mesa del café. Despliega un periódico de 1856 y lee
con voz emocionada:
"Cuando los soldados de
Napoleón entraron en Zaragoza en la VIL ZARAGOZA, no encontraron más que viento
por las desiertas calles. Solo en un charco croaban los ojos de Luis Buñuel.
Los soldados de Napoleón los remataron a bayonetazos."
André Breton
Habladme de esas mujeres cuyo
doble copete de gallo de roca despliega a voluntad el arco semicircular que une
su nariz a sus talones, su nuca a su pubis y que con un ruido sordo siempre
desgarrador eligen abismarse como estrella en la tierra. La amazona se abandona
sobre su patín de seda, es la pluma al viento y su caballo sólo ha dejado una centelleante
herradura en el cielo. En corset de espuma, en maillot de luces, la exquisita
Marie Spelterini avanza por un alambre sobre el Niágara. Nada espiritualmente
será tampoco gobernado sin la línea de locura a cuyo término el más alto grado
de flexibilidad ordena abandonarse al radar que dirige infaliblemente los
encuentros y, la duda desechada, de tropismo en rotación, debe permitir siempre
volver a coger la mano.
BIBLIOGRAFÍA
De Ficciones, Borges, 1985.
Niebla, Miguel de Unamuno, 1984.
Sin plumas, Woody Allen, 1975
Pedro Páramo, Juan Rulfo, 2007.
El otoño del patriarca, Gabriel García Márquez, 1985.
Obra literaria, Luis Buñuel, 1982.
Constelaciones, André Breton, 2002.
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