Edificio dos
La mujer pone muchas almohadas al niño que tose, pero no es suficiente.
La puerta es derribada por dos vecinos con overol y mascarillas que la empujan,
rebuscan y agarran al infante bajo las almohadas. Uno lo arrastra escaleras
abajo y el otro tapia con tablas y clavos la puerta a la mujer que aúlla en su
dolor impotente.
El niño es arrojado a las puertas del edificio, donde yacen,
desparramados, viejos, jóvenes, y uno que otra criatura congelada en el
pavimento.
Edificio diez
A Lorena
Los hombres de overol blanco fumigan los edificios abandonados y
polvorientos, donde enviarán a vivir a los sobrevivientes. La tarea es ardua y
sudan bajo los plásticos. Tras ellos, una brigada de overoles azules derrumba
muros internos para ampliar las viviendas, ahora que queda tanto concreto vacío
por habitar. Los fumigadores se detienen sorprendidos y los alcanzan los
overoles azules. La memoria viene a abofetearlos a todos. Estremecidos,
observan a la mujer guardiana, o lo que queda de ella, acurrucada en la misma
posición con que defendía su puerta y custodiaba los cuatrocientos pares de
ojos ensangrentados de la olvidada revolución callejera.
Los overoles lloran ante el cadáver de la guardiana de los futuros
repetidos y los pasados dignos.
Siempre es el norte pisando el sur
Siempre se trató de eso, norte y sur, nada más. El norte tiene sus
cuervos grandes, gordos, ruidosos y nuestra versión son los tordos, bandadas
pequeñas de pájaros negros que disputan migajas a los gorriones. Los cuervos
decoran en negros movimientos la blancura nevada de casas y patios; los tordos
se disimulan entre los verdes y la tierra removida de calles sin pavimentar, de
barriadas tristes o céspedes bien cortados hacia la cordillera.
Pero cuidado, los tordos engordan y persiguen gorriones y pacíficas
tórtolas, los expulsan poco a poco en la disputa y pronto serán adalides
exiliando a los humildes, imitando el ronco graznar de los nortinos,
apropiándose de sures para nortearlos a su gusto.
Ojos de Santiago
A Gustavo Gatica y Fabiola Campillay
El balín dio de lleno en su ojo derecho. Cayó echando sangre por la
cuenca. Se puso de pie y levantó las manos, volvió a caminar. Esta vez el balín
le arrebató el ojo izquierdo. Solo aceptó la ayuda de los otros estudiantes que
lo sostenían en esa marcha infinita.
-Soy el país -dijo sangrando sin dejar de avanzar hacia mañana.
Migraciones
Inadvertido, cree, camina la ciudad nueva. Compra un cambucho sin
pedirlo, solo extendiendo el billete. A salvo de todo, saca el pecho y silba
bajito una canción de su tierra. Al pasar, él no lo nota, cada rostro mira su
espalda, las personas se detienen. Un segundo silencia por completo la calle y
el hombre cae fulminado por las miradas. Aun retorciéndose de dolor y
extranjería, sus manos negras aferran el cucurucho de papas fritas. Los blancos
patean los restos del inmigrante hasta dispersarlos de tal manera, que nadie
recuerda siquiera haberlo visto allí. Con excepción de las pesadillas
nocturnas, donde se apilan los cadáveres negros y mulatos, tapiando la entrada
a los sueños.
Consecuencias de la piedad
Luego de encaramarme trabajosamente sobre el taburete, saqué mis botas de
invierno. Noté que algo se movía dentro y las sacudí: cayó de la bota derecha
una rata y siete ratitas con un par de días de nacidas. De un salto estuve en el
suelo dispuesta a pisotearlas, pero me encontré con esa ferocidad triste en los
ojos de la madre. Fui por una caja de cartón, las apilé en la pala con la
escoba y las puse dentro, sobre la funda de una almohada que estuve segura
después extrañaría. Incorporé unas pocas sobras y dejé la caja sobre el muro de
mi vecina pidiéndoles encarecidamente que no regresaran.
Han pasado unos meses y estoy extenuada: sobre el muro, cada noche,
cientos de ratas demandan mi manutención.
La libre
No se tatuará tu nombre en el cuerpo, no usará anillos
simbólicos, no hará pan al amanecer ni cocinará tu comida, no te dibujará hijos
ni inventará futuros. No. Y sin embargo envejecerás con su olor a cuestas,
soñarás su espalda de esa noche, te conformarás con otras que no eran ella y
llevarás al morir su nombre oculto en la punta de tu lengua.
(inédito)
LA AUTORA
Pía Barros (1956)
Feminista, escritora y
tallerista. Estudió Licenciatura en Castellano en la Universidad de Santiago.
Desde 1978 se ha dedicado a su gran pasión: dar talleres literarios.
Actualmente es directora de Talleres Ergo Sum y de Editorial Asterión. Dirige el Proyecto Internacional ¡Basta!,
contra la violencia de género. Es autora de los libros “Miedos Transitorios”
(1986), “A Horcajadas” (1990), “El Tono Menor del Deseo” (su primera novela,
1991), “Signos Bajo la Piel” (1994), “Ropa Usada” (2000), “Lo que ya nos
encontró” (2001), “Los que sobran” (2003), “Llamadas perdidas” (2006), “La
Grandmother y otros” (2007), “El lugar del otro” (2010) ,“Las tristes” (2015) y
“Hebras”, (2020). Sus textos se encuentran publicados en numerosas antologías y
sus obras han sido traducidas a varios idiomas. Es miembro de REM y de AUCH.
2 comentarios:
Luis Ignacio, no sabía de esta dama sensitiva en letras. Gracias por compartir.
Saludos les dejo.
Gracias, estimado Guillermo. Un excelente autora que en Letras Itinerantes estabamos un poco morosos en dedicarle una entrega. Saludos.
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