> Letras Itinerantes: (90) Edgar Núñez Jiménez

miércoles, 27 de enero de 2021

(90) Edgar Núñez Jiménez

 





Cuando la tierra dejó de ser mito


Los antiguos terminaron por cazar a las fieras y de alimentarse de las fabulosas criaturas del oriente. Después, buscaron por remotos países y encontraron especies diminutas comparadas a la saciedad de su avaricia. Sin darse por vencidos, exploraron cuevas inhóspitas y, más allá del mar, naufragaron indolentes sin ningún éxito; hasta que uno de ellos pensó en que debían atreverse ir hacia la orilla y caer como habían visto bajaban las arañas. Gracias al artificio y perversión aprendieron rápidamente a soltarse sobre el abismo plagado de estrellas. Y allí dieron gusto a su nivel mortal y acribillaron a los elefantes primero, para utilizar sus grandes marfiles. A la tortuga enorme, como un mundo, la lazaron y la hicieron subir con prontitud. A la serpiente, le trozaron la cola.

            Desde entonces la tierra dejó de ser plana, naufragó y terminó por alcanzar su forma ovoidal. Fue el primer síntoma de su muerte.

 


Diego Ignacio en el prado


Diego Ignacio, profesor emérito y maestro en Estudios Culturales, mira con desdén a sus alumnos. A veces garabatea sobre unas hojas blancas pequeños esbozos o retratos de animales como si fueran un verdadero descubrimiento. Sin embargo, la visión opacada por los nervios o por una ansiedad constante, no le permite ver más allá del frontispicio de las bestias. No puede igualar la labor de un cirujano, por lo que escribe con paciencia y dificultad sin ir más allá.

            Cuando un alumno suyo estira el cuello sobre la blancura llena de garabatos, solo logra ver –de manera evidente y casi explícita– como corren aquí y allá, línea tras línea, pequeñas grafías rotas, comas ausentes y puntos incrustados sin ton ni son en el texto.

            –Maestro– le dice el alumno –en sus escritos hay signos ortográficos que entorpecen el discurso. 

            Cuando Diego Ignacio, encendido por la cólera, se asoma sobre el papel solo alcanza a ver un légamo oscuro que le devuelve su propio reflejo. 

 

 

Luz de gas

Para Karla Barajas


Empezó por una simple minucia: ocultarle una carta del tarot. Por eso, a la hora de las predicciones, equivocaba el rumbo, veía mal el futuro, se ponía triste. Luego, en las sesiones espiritistas, comenzó a apagarle las velas y, con voz gutural de inframundo, inventaba historias que nunca habían sucedido: ¿Recuerdas que predijiste mal la catástrofe de Chernóbil, que erraste la fecha exacta de la muerte de Luther King, olvidaste el día de las inundaciones en Honduras, cuando contaste que era la vecina quien violentaba al albañil, cuando me cambiaste por otro?

            Y así, paulatinamente, se confundió hasta el grado de abandonar la calle, dejar de leer la palma de la mano de las muchachas, o a decir si iba a temblar al día siguiente o al siguiente año. Perdió su poder de bruja, porque le apagaron las palabras. 


Candox

Para Gildardo Núñez González

Sobre la avenida central, florecen en primavera, los árboles de candox; y cuando el oficinista alza el rostro al cielo el viento dispersa una ráfaga de flores amarillas. Se detiene viendo el correr de los autos. Cierra los ojos y las flores que caen, una a una, sobre su cabeza y su rostro, se detienen por momentos en los pliegues de la piel.

            Cuando abre los ojos, los zapatos le quedan exageradamente grandes, tiene pisada la corbata y sus extremidades se pierden en los centímetros de tela gris y oscura. Una música de grillos se acerca, como si bajara de la montaña, y su padre llega para cargarlo rumbo a casa; antes de alejarse del árbol rompe una ramita de las flores que aún no revientan y el niño va explotando los capullos en su nariz, en su frente, en su inocencia.  

 


La vieja que arde

 

para Silvina González (in memoriam)

y para Gildardo Núñez González, mi padre

 

No pensaba volver a verte, abuela, así tan de pronto.

A la luz de las brasas pediste que llegara a abrazarte y no reparé en hacerlo, sentí el olor a humo que se desprendía de tu rebozo y supe que de verdad eras tú.

–¿Por qué estás todavía aquí?– te pregunté.

Me tocaste el lunar sobre mi rostro, un pedazo de noche que me heredaste a través de mi padre. 

–Nunca me fui. Mira, si te paras en la puerta, en dirección a las montañas, vas a ver cómo empiezo a bordar la noche, punto por punto, hasta que salen las estrellas. Esa que ves allá, la que cierra y abre los ojos, lo pongo para que te acuerdes siempre de mí.

            Volví a ver tus manos, sobre la tela de cuadrillé, que parecían edificar el mundo. No había reparado en el Oso que retozaba bajo la silla, con el pelambre negro y húmedo.

            –Este perro me ha ayudado bastante –dijiste como si leyeras mis pensamientos –lo encontré justo en la entrada del río, allí me estaba esperando. Y pensé que me llevaría sobre su lomo, pero en lugar de eso me agarró la punta de la falda con su trompa y me regresó.

            Empujaste con tus pies un veliz oscuro y polvoriento, que debajo de tus enaguas, cubrías con recelo.

            –Además –agregaste, –debo cuidar día y noche esto, por el bien de todos, por si regresa algún día Piowachuwe, la vieja que arde. 

–¿Y por qué tú? –pregunté.

–Porque de todos, soy la única que no duerme.

Intenté abrir la maleta, pero me contuve, algo vivo retozaba dentro: escuché rasguños y golpeteos. Luego vi que la noche se alzaba con una claridad silenciosa y decidí tumbarme en el suelo y apoyar mi rostro sobre tus piernas.

–No vayas a dormirte, hijo, necesito de tu compañía.

Pero el cansancio terminó con mis fuerzas hasta vencerme. No sé cuánto tiempo dormí, pero un olor penetrante a gatos me despertó. No te encontré por ningún lado, solo el veliz abierto y las huellas de Oso sobre la arena. La mañana subía del oriente, pero era como si un bordado tuyo se desbaratara, punto por punto, por las bolas de fuego que caían del cielo. 

Me asomé a la ventana un poco triste y esperé a que dejara de llover ceniza para ir a buscarte.


Paleontólogas

                                   Mirar en la cajita de ébano, con devoción,

                                                       cuando los años han pasado.

                                                                            Emily Dickinson

 

Llegué agotada a la casa, al igual que los otros días, después de haber esculcado la tierra con mis manos. Descansé un rato en la sala, en medio de ese silencio atroz del que somos víctimas las madres. Y al entender lo que iba a suceder después, me puse arreglar el altar dejando que los olores de las velas encendidas me embriagaran.

Al poner el cempasúchil sentí un jugueteo dentro de mi corazón, como cuando llueve y salen las ranas a croar en la noche. Había terminado, ¡por fin!, la osadía de ir sin rumbo y buscar en lugares inciertos.

No puedo mentir, lloré mientras encendía el incienso y te veía en la fotografía, a través del humo, tan alta y espigada con tu vestido oloroso a aquel perfume que te regaló abuela Trinidad y que aún queda repleta en la repisa del cuarto. Me quedé de pie recordando, ignorando el paso de las horas, hasta que escuché que llorabas quedito, con un dolor ahogado que me reptaba por las piernas.

La naranja rodó cerca de tu foto y el pedazo de caña saltó sobre el plato. Ahogué mis ganas de llorar, apretando bien fuerte los dientes. No me moví, preferí quedarme en silencio para escuchar una ráfaga que de pronto, en la habitación, giraba apagando las velas.

El peso de la noche fue cediendo sobre mis hombros y sentí el olor de tu blusa en un abrazo invisible. No tuve miedo. ¿Acaso uno puede sentir miedo a la inocencia? No sé si me perdonaste o me agradeciste el silencio que duró horas, pero justo al amanecer entendí que ya eras libre.

 Acomodé la comida sobre los platos y encendí de nuevo las velas para que tu camino se fuera iluminando. Me limpié los ojos y decidí, antes de que amaneciera, ir a quitar tus fotografías de los postes y paredes de la ciudad. Para no sentirme sola en medio de la madrugada, tomé entre mis brazos la cajita de ébano donde guardé las falanges que el fuego de tus agresores no logró consumir".

(Texto ganador en el I Concurso El Gato Inventado)

 

El mar está en el cielo

 

Después de la última campanada y la pólvora disuelta en el espacio, el tictac del reloj se vuelca hacia sí mismo. Entonces, como si se tratara de trenes que enloquecen de pronto, los objetos y episodios bucean hacia su propio origen, que podría ser el inicio de otra destrucción.

     Sin embargo, basta con poner un paso para entender el mundo de otra manera: las palabras corren hacia atrás, las velas se encienden apagándose y la galerna provoca, en su retroceso, calor en lugar de frío.

            El niño que despierta bajo el pino, antes de echarse a dormir, sabe que es momento de empezar a nombrar las cosas. Y que el amor se torna distinto, porque los golpes de la hostilidad del mundo regresan a la herida de las manos o la comisura de la boca que de pronto las atrapa. En lugar de estar triste, sonríe, siempre hacia atrás. Piensa que el mundo opera de un modo más secreto. Puede que la tierra no esté abajo, ni la luz atraviese ventanas. A lo mejor mañana, o es decir ayer, el mar esté en el cielo

 EL AUTOR

Edgar Núñez Jiménez

(Copainalá, Mezcalapa, Chiapas). Ha aparecido en los libros En-saya. Antología de ensayos universitarios (Universidad Veracruzana, 2013, México), Brevísimos (Ediciones Equinoxio, 2019, Argentina), Esto solo podía pasar en verano (I Concurso Informal de Microcuentos de Verano, España, 2019), Perros (Ediciones Sherezade. 2019, Chile), Gatos II (Ediciones Sherezade, 2019, Chile), Los excéntricos (Lapicero Rojo Editorial, 2020, México) y Minificciones desde el encierro (Universidad de Guadalajara, 2020, México). Textos suyos también aparecen en la Antología Virtual de Minificción Mexicana.

Recientemente publicó Pasos y silencios. Testimonios orales de migrantes en Chiapas (PACMYC, 2020, México).

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