Cuando la tierra dejó de ser mito
Los
antiguos terminaron por cazar a las fieras y de alimentarse de las fabulosas
criaturas del oriente. Después, buscaron por remotos países y encontraron
especies diminutas comparadas a la saciedad de su avaricia. Sin darse por
vencidos, exploraron cuevas inhóspitas y, más allá del mar, naufragaron
indolentes sin ningún éxito; hasta que uno de ellos pensó en que debían
atreverse ir hacia la orilla y caer como habían visto bajaban las arañas.
Gracias al artificio y perversión aprendieron rápidamente a soltarse sobre el
abismo plagado de estrellas. Y allí dieron gusto a su nivel mortal y
acribillaron a los elefantes primero, para utilizar sus grandes marfiles. A la
tortuga enorme, como un mundo, la lazaron y la hicieron subir con prontitud. A
la serpiente, le trozaron la cola.
Desde entonces la tierra dejó de ser
plana, naufragó y terminó por alcanzar su forma ovoidal. Fue el primer síntoma
de su muerte.
Diego Ignacio en el prado
Diego
Ignacio, profesor emérito y maestro en Estudios Culturales, mira con desdén a
sus alumnos. A veces garabatea sobre unas hojas blancas pequeños esbozos o
retratos de animales como si fueran un verdadero descubrimiento. Sin embargo,
la visión opacada por los nervios o por una ansiedad constante, no le permite
ver más allá del frontispicio de las bestias. No puede igualar la labor de un
cirujano, por lo que escribe con paciencia y dificultad sin ir más allá.
Cuando un alumno suyo estira el
cuello sobre la blancura llena de garabatos, solo logra ver –de manera evidente
y casi explícita– como corren aquí y allá, línea tras línea, pequeñas grafías
rotas, comas ausentes y puntos incrustados sin ton ni son en el texto.
–Maestro– le dice el alumno –en sus
escritos hay signos ortográficos que entorpecen el discurso.
Cuando Diego Ignacio, encendido por
la cólera, se asoma sobre el papel solo alcanza a ver un légamo oscuro que le
devuelve su propio reflejo.
Luz de gas
Para Karla Barajas
Empezó
por una simple minucia: ocultarle una carta del tarot. Por eso, a la hora de
las predicciones, equivocaba el rumbo, veía mal el futuro, se ponía triste.
Luego, en las sesiones espiritistas, comenzó a apagarle las velas y, con voz
gutural de inframundo, inventaba historias que nunca habían sucedido:
¿Recuerdas que predijiste mal la catástrofe de Chernóbil, que erraste la fecha
exacta de la muerte de Luther King, olvidaste el día de las inundaciones en
Honduras, cuando contaste que era la vecina quien violentaba al albañil, cuando
me cambiaste por otro?
Y así, paulatinamente, se confundió
hasta el grado de abandonar la calle, dejar de leer la palma de la mano de las
muchachas, o a decir si iba a temblar al día siguiente o al siguiente año. Perdió
su poder de bruja, porque le apagaron las palabras.
Candox
Para Gildardo Núñez González
Sobre
la avenida central, florecen en primavera, los árboles de candox; y cuando el
oficinista alza el rostro al cielo el viento dispersa una ráfaga de flores
amarillas. Se detiene viendo el correr de los autos. Cierra los ojos y las
flores que caen, una a una, sobre su cabeza y su rostro, se detienen por
momentos en los pliegues de la piel.
Cuando abre los ojos, los zapatos le
quedan exageradamente grandes, tiene pisada la corbata y sus extremidades se
pierden en los centímetros de tela gris y oscura. Una música de grillos se
acerca, como si bajara de la montaña, y su padre llega para cargarlo rumbo a
casa; antes de alejarse del árbol rompe una ramita de las flores que aún no
revientan y el niño va explotando los capullos en su nariz, en su frente, en su
inocencia.
La vieja que arde
para Silvina González (in memoriam)
y para Gildardo Núñez González, mi padre
No
pensaba volver a verte, abuela, así tan de pronto.
A la luz de las brasas pediste que
llegara a abrazarte y no reparé en hacerlo, sentí el olor a humo que se
desprendía de tu rebozo y supe que de verdad eras tú.
–¿Por qué estás todavía aquí?– te
pregunté.
Me tocaste el lunar sobre mi
rostro, un pedazo de noche que me heredaste a través de mi padre.
–Nunca me fui. Mira, si te paras en
la puerta, en dirección a las montañas, vas a ver cómo empiezo a bordar la
noche, punto por punto, hasta que salen las estrellas. Esa que ves allá, la que
cierra y abre los ojos, lo pongo para que te acuerdes siempre de mí.
Volví a ver tus manos, sobre la tela
de cuadrillé, que parecían edificar el mundo. No había reparado en el Oso que
retozaba bajo la silla, con el pelambre negro y húmedo.
–Este perro me ha ayudado bastante
–dijiste como si leyeras mis pensamientos –lo encontré justo en la entrada del
río, allí me estaba esperando. Y pensé que me llevaría sobre su lomo, pero en
lugar de eso me agarró la punta de la falda con su trompa y me regresó.
Empujaste con tus pies un veliz
oscuro y polvoriento, que debajo de tus enaguas, cubrías con recelo.
–Además –agregaste, –debo cuidar día
y noche esto, por el bien de todos, por si regresa algún día Piowachuwe, la
vieja que arde.
–¿Y por qué tú? –pregunté.
–Porque de todos, soy la única que
no duerme.
Intenté abrir la maleta, pero me
contuve, algo vivo retozaba dentro: escuché rasguños y golpeteos. Luego vi que
la noche se alzaba con una claridad silenciosa y decidí tumbarme en el suelo y
apoyar mi rostro sobre tus piernas.
–No vayas a dormirte, hijo, necesito
de tu compañía.
Pero el cansancio terminó con mis
fuerzas hasta vencerme. No sé cuánto tiempo dormí, pero un olor penetrante a
gatos me despertó. No te encontré por ningún lado, solo el veliz abierto y las
huellas de Oso sobre la arena. La mañana subía del oriente, pero era como si un
bordado tuyo se desbaratara, punto por punto, por las bolas de fuego que caían
del cielo.
Me
asomé a la ventana un poco triste y esperé a que dejara de llover ceniza para
ir a buscarte.
Paleontólogas
Mirar en la
cajita de ébano, con devoción,
cuando los años han pasado.
Emily Dickinson
Llegué
agotada a la casa, al igual que los otros días, después de haber esculcado la
tierra con mis manos. Descansé un rato en la sala, en medio de ese silencio
atroz del que somos víctimas las madres. Y al entender lo que iba a suceder
después, me puse arreglar el altar dejando que los olores de las velas encendidas
me embriagaran.
Al poner el cempasúchil sentí un
jugueteo dentro de mi corazón, como cuando llueve y salen las ranas a croar en
la noche. Había terminado, ¡por fin!, la osadía de ir sin rumbo y buscar en
lugares inciertos.
No puedo mentir, lloré mientras
encendía el incienso y te veía en la fotografía, a través del humo, tan alta y
espigada con tu vestido oloroso a aquel perfume que te regaló abuela Trinidad y
que aún queda repleta en la repisa del cuarto. Me quedé de pie recordando,
ignorando el paso de las horas, hasta que escuché que llorabas quedito, con un
dolor ahogado que me reptaba por las piernas.
La naranja rodó cerca de tu foto y
el pedazo de caña saltó sobre el plato. Ahogué mis ganas de llorar, apretando
bien fuerte los dientes. No me moví, preferí quedarme en silencio para escuchar
una ráfaga que de pronto, en la habitación, giraba apagando las velas.
El peso de la noche fue cediendo
sobre mis hombros y sentí el olor de tu blusa en un abrazo invisible. No tuve
miedo. ¿Acaso uno puede sentir miedo a la inocencia? No sé si me perdonaste o
me agradeciste el silencio que duró horas, pero justo al amanecer entendí que
ya eras libre.
Acomodé la comida sobre los platos y encendí de nuevo las velas para que tu camino se fuera iluminando. Me limpié los ojos y decidí, antes de que amaneciera, ir a quitar tus fotografías de los postes y paredes de la ciudad. Para no sentirme sola en medio de la madrugada, tomé entre mis brazos la cajita de ébano donde guardé las falanges que el fuego de tus agresores no logró consumir".
(Texto
ganador en el I Concurso El Gato Inventado)
El mar está en el cielo
Después
de la última campanada y la pólvora disuelta en el espacio, el tictac del reloj
se vuelca hacia sí mismo. Entonces, como si se tratara de trenes que enloquecen
de pronto, los objetos y episodios bucean hacia su propio origen, que podría
ser el inicio de otra destrucción.
Sin embargo, basta con poner un paso para
entender el mundo de otra manera: las palabras corren hacia atrás, las velas se
encienden apagándose y la galerna provoca, en su retroceso, calor en lugar de
frío.
El niño que despierta bajo el pino,
antes de echarse a dormir, sabe que es momento de empezar a nombrar las cosas.
Y que el amor se torna distinto, porque los golpes de la hostilidad del mundo
regresan a la herida de las manos o la comisura de la boca que de pronto las
atrapa. En lugar de estar triste, sonríe, siempre hacia atrás. Piensa que el
mundo opera de un modo más secreto. Puede que la tierra no esté abajo, ni la
luz atraviese ventanas. A lo mejor mañana, o es decir ayer, el mar esté en el
cielo
Edgar Núñez Jiménez
(Copainalá, Mezcalapa,
Chiapas). Ha aparecido en los libros En-saya.
Antología de ensayos universitarios (Universidad Veracruzana, 2013,
México), Brevísimos (Ediciones
Equinoxio, 2019, Argentina), Esto solo
podía pasar en verano (I Concurso Informal de Microcuentos de Verano,
España, 2019), Perros (Ediciones
Sherezade. 2019, Chile), Gatos II
(Ediciones Sherezade, 2019, Chile), Los
excéntricos (Lapicero Rojo Editorial, 2020, México) y Minificciones desde el encierro (Universidad de Guadalajara, 2020,
México). Textos suyos también aparecen en la Antología Virtual de Minificción
Mexicana.
Recientemente
publicó Pasos y silencios. Testimonios
orales de migrantes en Chiapas (PACMYC, 2020, México).
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