Pirañas
Dos hombres lo sujetan de los brazos
mientras un tercero y cuarto le quitan reloj y
anillos, y un quinto se enfrasca en vaciarle los bolsillos. También un sexto y
un séptimo lo toman de las piernas para facilitar a un octavo y un noveno quitarle los
zapatos y calcetines. El décimo y el décimo primero revisan su portafolios y
determinan qué es de valor o no. El décimo segundo no se queda atrás. Con una
imagen entre niño y monstruo, se dedica a hincarle el cuerpo con una aguja,
para distraer el dolor que podría sentir mientras el décimo tercero le abre la
boca para que el décimo cuarto pueda, auxiliado con unas tenazas, extraer los
dientes de oro. Sin embargo, un décimo quinto se lamenta de que la víctima no
fuera de esos hombres modernos que llevan aretes de alto precio. De buena gana
le hubiera arrancado las orejas. Solo le resta aguardar su turno, junto con
otros veinte, para completar el asalto.
La voz de Apolo
En el cuerpo de policía era conocido como
Apolo. Él mismo lo exigía:
—Teniente
Apolo, carajo. ¿Acaso no entiendes castellano?
En él no había mucho qué entender, era
suficiente recordar su pasado, tantas veces referido por los oficiales más
antiguos. Un pasado que cobró importancia desde el nacimiento de su apelativo
en boca de una muchacha que escribía poemas. Ella había sido capturada en una
redada que él dirigió en aquellos días del Estado de Emergencia. En el instante
en que tiró de su brazo para esposarla, ella le dijo:
—Vamos,
mi Apolo. Si vas a colocarme esas cosas, al
menos sé más ingenioso.
Apolo no
comprendió a qué se refería, pero bastó la melodía de aquellas palabras para
que se viera intensamente perturbado por la joven poeta, aceptando en silencio
su bautizo y relamiéndose con esa voz, que no
dejaba de lanzarle frases irónicas durante el
trayecto a la estación de policía. En contra de lo habitual, él mismo tomó sus
declaraciones, con intensas ganas de besarla, incluso cuando dijo que era menor
de edad y que no debía estar allí, ni ella ni su novio. Pero a él no le
importaba que la muchacha fuera menor de edad, tampoco si debía estar o no
detenida. Su preocupación era cómo deshacerse del otro joven, al parecer
también poeta, poseedor del amor de la muchacha y de una escualidez
inverosímil. Y como el muchacho no era menor de edad, logró separarlos. Primero
distintas celdas, luego distintas delegaciones,
desplazamientos laberínticos que igual daría si el joven estuviera dormitando
en una carceleta, deambulando tranquilo por las calles o de rodillas en una
playa apartada, de noche, encañonado en la nuca, donde una voz le pide que no
voltee, carajo, o es que acaso no entiende castellano.
Calendarios
Aprendimos esta lengua a costa de mucho sacrificio. Primero fue
memorizar todas las frases hechas, aquellas construcciones que con sólo
repetirlas obtenías resultados inmediatos. Luego fue matizar su uso dentro de
otras nuevas –más personales, más creativas- con un léxico que se fue haciendo
abundante y atractivo.
Lo duro en este camino, sin embargo, es que mi hermano se estancó en
la primera etapa. Y no hay marcha atrás. No podemos volver a nuestra lengua
materna –la tenemos prohibida-. Pero, como digo, no hay avance con él. Al
principio él enlazaba todas estas frases con maestría. Nos superaba
notablemente y nadie notaba su carencia de vocabulario. Sobre todo, era un
maestro cuando reproducía los eslóganes de los comerciales de televisión. No
obstante, con el tiempo esas frases fueron cayendo en desuso al mismo ritmo que
iban desapareciendo los productos publicitados. Quizás lo pudo disimular con el
silencio, pero algo en él lo impulsó a repetirlas vanamente. Por supuesto, cada
vez era menos lo que él obtenía a cambio. Y sí, él vive en casa, con nosotros,
que vamos almacenando sus palabras, como también lo hacemos con los calendarios
viejos.
Decisiones
Si decides bajar por las escaleras, debes estar prevenida de que él
estará allí. Son únicamente tres pisos. No es demasiado, pero sí lo suficiente
para el encuentro. Es cierto que podrías avistarlo desde arriba. El uniforme
que suele llevar es espantoso y no hay duda de que lo reconocerías apenas
verlo. Y está, además, esa arma que lleva al cinto. Podría haberla colocado
dentro de su funda de cuero negro, que para eso se la han dado en su
destacamento, pero sabes que él prefiere que todos la vean. Incluso puedes
afirmar que él cree que su arma hace juego con ese bigotillo que lleva desde hace
unas semanas.
Bueno, si tomas esa decisión, baja, pasa delante de él. Seguro no dirá
nada, quizás no esta vez. Poco sabemos de su oficio, o de su naturaleza.
Una mañana de enero…
Una mañana de enero de 1992 un remolino bajo las aguas succionaba a Toño, el joven hermano de Carmen, que había retomado los paseos familiares a la playa después de volver a casa tras varios meses de estar escondido por haber desertado del servicio militar cuando un grupo de senderistas infiltrados lo encapuchó en las duchas y lo golpeó duramente para que revelara información de su puesto en las oficinas de la base a la que llegó por ser el único que sabía leer y escribir y que había terminado los estudios secundarios poco antes de haber sido reclutado en una redada a una fiesta juvenil donde lo que él hacía era únicamente bailar y girar como si estuviera siendo tragado por un remolino.
Niño descendiendo del bus
El pequeñuelo bajó del bus sin percatarse que su madre no había hecho lo mismo. Ella sólo se había movido un poco para acomodarse mejor en aquel bus repleto de gente y sin nadie que le haya ofrecido un asiento, a pesar de los bultos que traía y el niño, quien ahora observaba todo desde abajo. El primer segundo para él fue de desconcierto, lo podemos imaginar todos; el siguiente, sin embargo, cuando el bus retomó su trayecto y se marchó con su madre, fue indescriptible. Haría falta un medidor de angustia urbana y no pocas evaluaciones de casos como éste, en los que el niño se transformaría en una espantada cifra para representar el grito que nos resuena hasta ahora.
Espectáculo en la 201
Según sabemos, antes de que esta mujer recibiera a
sus clientes en la habitación 201, ella trabajaba en un circo miserable. Dicen
que ni siquiera tuvo que abandonarlo, sino que éste, que ya se disolvía en el
camino, simplemente no volvió a levantar carpa y despidió a todos, incluido a
los animales famélicos que aún sobrevivían por terquedad. El destino de la
mujer fue el más natural, al menos para este pueblo, que siempre ha andado
escaso de putas -y otras cosas más que a los hombres de aquí nos ha dejado un
aire melancólico-. Su presencia no alteró demasiado nuestro ánimo, pero logró
que en nuestra sonrisa se estampara una ligera brizna de complacencia. Y, para
qué negarlo, llegamos a apreciar su sorpresiva habilidad para que, sobre la
cama, solo apareciera su torso, mientras que las piernas nos observaran -porque
eso parecía o creíamos- desde una cómoda. Claro, a veces también le pedíamos
que invirtiera esas partes. Pero también ella me ha propuesto, no sé si a los
demás, que intercambiásemos mitades. Le agradezco su iniciativa, pero siempre
me niego. No quiero que se me borre esa sonrisa tristona que ahora nos
identifica en este pueblo, y en la habitación 201.
EL AUTOR
Ricardo Sumalavia (Lima,
1968). Doctor en Letras por la Universidad de Burdeos. Fue responsable de la
Colección Underwood y la Colección Orientalia en la Universidad Católica, donde
actualmente es profesor y director adjunto del Centro de Estudios Orientales.
Fue profesor visitante en la Universidad Dankook (Corea del Sur). Se ha
especializado en Literatura Coreana. Ha publicado los libros de cuentos
Habitaciones (1993) y Retratos familiares (2001), los libros de microrrelatos
Enciclopedia mínima (2004) y Enciclopedia plástica (2016), y las novelas Que la
tierra te sea leve (2008), Mientras huya el cuerpo (2012), No somos nosotros
(2017) e Historia de un brazo (2019, 2021). Ha publicado, entre otras, las
antologías, Colección Minúscula (2007), Viajes y virajes (2020) y Selección
Peruana (2015 y 2021).
1 comentario:
Excelentes historias condensadas. Me ha resultado una agradable lectura. Felicitaciones.
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