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jueves, 17 de junio de 2021

(104) Rolando Revagliatti

 




Transformaciones

Desde la esquina del antiguo bar “Ramos” me sonrió sin detenerse, o deteniéndose algo, sola, pantalones azules (no de jeans), blusita, a punto de cruzar Montevideo. Interrumpí el paladeo de un Reval, desocupé la mesa pegada al ventanal, y de pie pagué al mozo la consumición y le agregué propina. Calor, impecables pantalones verdes, camisa con charreteras, la seguí hacia Paraná, y como retomando una conversación vivaz la empecé a conocer. Yo todavía tenía buena mi dentadura, así que la lucí, y de paso, los hoyuelos. Cenamos en “Pepito” cazuela de pulpos y popietas de pescado en un rapto de sólida y confluyente inspiración marinera. Estaba —me transmite— en un impasse sentimental con un señor nacido en la misma década que su padre, estudiaba psicopedagogía, trabajaba en computación, vivía en el barrio de Belgrano, frente a las barrancas. Tras copa helada compartida, nos introdujimos en un cine. ¿Cómo no metaforizar señalando que éramos dos brasas durante la proyección, si justamente éramos dos brasas? Dirigiéndonos hacia Callao absorbí la información de que estaba menstruando. En el taxi que nos trasladaba a Parque Patricios me investigaba más —recuerdo— y me aprobaba. Dejamos de confluir cuando procuraba yo cerrar la puerta de calle de mi casa: su desacompasada avidez me avasalló como a un novato, pulverizando el júbilo, cediendo ambos a un coito rápido y desabrido. Cargando con la decepción y el enchastre (antológico), me dí una ducha insuficientemente reparadora, mientras ella hojeaba, encima de cuatro pliegos de un toallón, apuntes de la materia Psicología Enmendativa. Soñé esa noche. Soñé que me ahogaba en una laguna de sangre espesa, y que ya muerto, mis miembros se descomponían hasta alcanzar una condición líquida, y aun siguieron transformaciones de un orden seminal multicolor. Muerto, moría un poco más, y hasta mis gusanos se asfixiaban envenenados y rabiosos.


Remigia

A Remigia los de la carnicería la llaman Remigio.

     “Su voz era áspera, aunque su mirada no raspaba/ y si andaba contenta …”, pergeñó sobre ella ese cuajarón de poeta barrial que pernoctaba, cuando no llovía, en la plaza. Llovizna descendía en el amanecer de aquel lunes cuando él la besó en uno de los bancos, a poco de emplearse Remigia “en el petit hotel”, como ella misma había pregonado, de los Scioli. Sin escrúpulos entreverábase. Con un tal Cristianno, repartidor de volantes, llegó a aposentarse sobre la enorme frazada que desplegaran en una noche de corte de luz, en la única obra en construcción abandonada de las inmediaciones.

     Transcurrida buena parte de su existencia aparecióse con vincha en su casquete reacio y un par de bolsas traslúcidas repletas de paquetes inestimables. Pronto fue advertida por las calles con ropa zonza y nueva y el cabello recogido. Es muy alta esta mujer y nada hermosa. Los omóplatos le sobresalen. Envuelta ahora en prendas vistosas, siempre algún detalle sutil atempera tanta hirsuta contundencia: aritos de oro, cinturón o hebilla, una fragancia. Fragancia con el nombre de pila de su mamá. Mamá que falleciera veinticinco días antes de pisar entonces Remigia la estación Retiro.

     Ella está al servicio de un matrimonio, el fruto del matrimonio y la tía del fruto. Constituidos estos últimos por Arturito, “el débil”, muchachón ceceoso; Ignacio, modelo de artistas plásticos y estudiante universitario con una carrera concluída; y Ernestina, quien ya cuenta con intrascendentes diecinueve años. La tía realiza los quehaceres a la par que Remigia, exceptuando las compras. Conversan. Remigia le confiesa sus románticas propensiones.

     Ella se cartea con su segundo padrastro, su primer amor. No, sin embargo, quien la desflorara. Ése había sido Francisco César Richietti, ex–pugilista, medio mediano, un alma serena, seductor parsimonioso, inolvidable (con su nariz arrasada), y por quien atesora un embargante agradecimiento.

     Está imaginándose cosas con Arturito. El que por las mañanas es distinguible exánime. Descastado o devastado, a Remigia la enternece. La colmaría que Arturito se entusiasmara con ella. Sabría cómo enardecerlo.

     Así Remigia, mejora la ortografía con una maestra particular, come poco, es pulcra, teme que su piel se aje. Usa anteojos para leer revistas, se solaza con Grandes Valores del Tango (en especial, con Roberto Rufino), entre el cuatro y el siete de enero tiene muy presentes a los Reyes Magos. Saludable: solamente caries y espasmos en los dedos de las manos cuando hace frío seco. Nunca fumó, calza más de cuarenta, sueña que la sueñan, y espera morir un día, sin apuro, y sin que ningún niño la vea.

Turno

Fue al cabo de procurar sacarme el compromiso de adelante pronto cuando sólo logré un orgasmo chiquito, un orgasmo aprendiz, adusto y liviano. La decepción me inclina a dormitar. Y a soñar. Siento mucha necesidad de sentir que tengo. Llegará mi turno. No hay nada como disponer de todo un santo día no laborable para entregarse a los renovadamente castos, sempiternos y pasionales brazos de Morfeo.

 

Teresa o de nuestras vidas para siempre

Estaba buena, mediana estatura, empilchaba. Urso celoso el marido, ella nos lo contaba a nosotros, sus compañeros en la empresa. Teresa (pagos), linda piel, bocucha. Yo andaba con mi alianza que me la dejo, que me la saco. Me entero por Anahí (secretaria técnica) que el vulgar espécimen apellidado Ormaechea (facturación), un muchacho, rebosaba tras haberse acostado con Teresa. ¿Ormaechea con Teresa? ¡¿Ése?!... Ella también lucía contenta. Vino a mi escritorio, me preguntó por mi curso de cesación de fumar, hizo así con los labios, sus manos depositaron planillas cuyos datos yo volcaría en libros rubricados.

     Esa noche dormí pésimo. Horas después, a mediamañana, compartiendo el mate cocido, le insinúo a Teresa que irnos a bailar por Ramos Mejía podría no ser una propuesta a ser desestimada. Asimila e inquiere sobre la ocasión.

     Al día siguiente, a los ochenta minutos de levantarla (a un par de cuadras de la oficina) en mi Citroen, éramos la ardiente única pareja en ese night club consternado por el dramatismo de Olga Guillot. Y la llevé a su casa (por el barrio de San Cristóbal). Convinimos que, transcurrido el inminente fin de semana, nos lanzaríamos a un hotel.

     Por poco todo se va a la mierda: el lunes, apenas subiendo Teresa al Citroen, me avisa que ese Peugeot 404 que nos sigue, está siendo conducido por su esposo. Una maniobra espectacular, después de varias denodadas pero insuficientes, me permite despistar al chofer de ese más potente rodado. Con lo cual, a los siete minutos penetramos ufanos a una playa de estacionamiento cubierta, oscureli y colorinche de la avenida Segurola, y enseguida a una habitación del primer piso. Jamás había estado yo tan verborrágico como en esa briosa encamada. La vicisitud persecutoria nos había estimulado. No me habló de Ormaechea ni de otros. No le hablé de otras ni de mi mujer. Teresa, sabíamos, la ligaría al llegar.

     Quedé confuso, preocupado. Ella no se presentó el martes ni el miércoles. Y el jueves retornó al yugo con los machuques empolvados. Con Teresa no volví a salir, eso es muy cierto. El cadete de la empresa fue su último affaire, antes de irse de nuestras vidas para siempre.


La mujer que me llevó a la cama

 La mujer que me llevó a la cama tenía treinta años. Me acorraló, me tomó por asalto. Con desparpajo, me hizo guiso. Desabotonó mi camisa fucsia de mangas cortas, boca a boca deslizó su chicle dietético, bajó el cierre de mi pantalón de pana y tanteó. Su olor, su inconmensurabilidad, me pudieron. Hasta entonces me habían bastado el ajedrez, mi empleo en la empresa de mis tíos, el físico-culturismo, la religión, Héctor, o Luis, tostarme. Me logró calentar lo justo, lo imprescindible. Y la monté..., mamá.


Musicales

         “Y después pareció como si ella asumiera el control de repente: con las paredes del coño se convirtió en un exprime limones por dentro, extrayendo y apretando a voluntad, casi como si le hubiese crecido una mano invisible.” ¿De quién sería inevitable que me acordara cuando leí esto? (Henry Miller, “Sexus”, Seis Barral, pág. 183): de Fortuna.

          Más en su departamento de dos ambientes que en el mío de tres y a pocas cuadras de distancia el uno del otro, más sin planearlo que determinándolo por anticipado, más comenzando en desmayadas trasnoches que en horarios “convencionales”, extensas encamadas.

          Ambos, músicos: Fortuna, teclados; yo, cuerdas.

          Me sorprendo ahora alucinando tu vibradora jugosa. Te invoco, incorregible Fortuna, al borde del suicidio o de la inercia, con tus mismos aires de siempre de princesa desasosegada.

          Me casé con una cantante. No me quiere. Me hostiga, me acompleja. Iniciose en fase adúltera con un barítono, ornamentándome con tentaculitos, con cuernecillos de caracol. Hasta que otros conocí: de cabra de los Alpes, de búfalo, de jirafa, cuernos de gamo, de ciervo, de gamuza, de reno, protuberancias puntiagudas o imponentes de yack, de órix, de verraco del Pamir, de cabra del Tíbet, de toro de lidia, de rinoceronte: a cambio de sus trapisondas con exponentes líricos y pentagramáticos. Mientras, decido cómo concluir con mi esposa, próximo al límite de dificultad. Con la música a otra parte me iré, apenas logre seducir, desentrenado como estoy, a una bailarina.

  Her-manos

          Marcelo nació antes: quince minutos. Quince minutos más apurado que Dana. Ambos más bienvenidos por el padre que por la madre. Marcelo se apegó a la mamá linfática, a la permisiva y hasta indolente mamá. Dana se sentía muy respaldada por el papá. La suave Dana epilogaba sus juegos vespertinos oyendo casetes melódicos en inglés. Marcelo prefería la radio o la televisión. Era más lector que Dana. Dana se concentraba con mayor facilidad y sin esfuerzos salía del paso. Participaba en los actos patrióticos de la escuela recitando poemas de Baldomero Fernández Moreno o Conrado Nalé Roxlo que Marcelo le seleccionaba, o cantando, acompañándose con su guitarra, temas de Piero.

          Mientras Marcelo orinaba en el baño del colegio fue descubierto en su precoz desarrollo genital por otros dos chicos, en ese momento, entre alborotados y estupefactos. Marcelo ya había advertido ese desfase a su favor sobre los exhibicionistas del grado. La noticia fue llegando a oídos hasta de algún maestro y de un respetable porcentaje del alumnado, incluida Dana, orgullosa.

          Dana se atrevió a proponer a Marcelo en la primavera, en un pic-nic, alejados de la familia, con los pies en un arroyito y maliciosa dulzura, que se dejara mirar allí por ella, inmóviles durante un rato, para ver qué pasaba. Marcelo se negó y regresó a lugar seguro. Fue él quien días después, tras debatirse, retomó la escandalosa proposición: rogó a Dana, muy compuesto y gracioso, que por favor no volviera sobre aquella cuestión. No desplegó argumentos, no encontró ninguno digno de exponer, así razonó a la noche, tratando de calmarse. Rehusó, confuso, intentos de noviazgos procedentes de las permitidas compañeritas del colegio.

          Aprovechando un atardecer en casa sin moros ni padres, Dana decidió obrar sobre el cuerpo de Marcelo recostado en un sofá: colocó de súbito, con naturalidad, su mano izquierda —era zurda— sobre la bragueta del pantalón a cuadritos de Marcelo, quien, con las cejas asustadas, disfrutaba ya del avance mudo, práctico. Marcelo recostado y Dana inclinada y por detrás de Marcelo. Ante los signos de tumescencia de la zona, Dana apretó. Reconocido y reconocedora observaron los dedos de Dana cuando abrió la cremallera y los introdujo en el slip de Marcelo. Y allí Marcelo expone lo que hay. Deslumbrada, Dana comparece ahora con su mano derecha y con las yemas de los dedos descorre el prepucio. Mano sobre mano, como guiando Marcelo, aguardan la oferta de la abundancia y la enajenación.

 

EL AUTOR

Rolando Revagliatti nació el 14 de abril de 1945 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, República Argentina. Publicó en soporte papel un volumen que reúne su dramaturgia, dos con cuentos y relatos y quince poemarios, además de otros cuatro poemarios sólo en soporte digital. También en edición electrónica se hallan los Tomos I, II, III, IV y V, conformados por 128 entrevistas realizadas por Revagliatti, de “Documentales. Entrevistas a escritores argentinos”. Todos sus libros cuentan con ediciones electrónicas disponibles en http://www.revagliatti.com. Ha sido incluido, entre otras, en las siguientes antologías: “Dramaturgia Latinoamericana: Argentina” (en República Dominicana, 2008); “Minificcionistas de ‘El Cuento’ Revista de Imaginación” (en México, 2014); “Poesía Argentina Año 2000” (selección de Marcela Croce, 1999), “El Verso Toma la Palabra” (México, 2010).

 

 

 

 

 

2 comentarios:

Guillermo Castillo dijo...

Por su historias, todo un gigolo gaucho.

Anónimo dijo...

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