Vicente
Después de varios años, aquellas morenas y aquellos peones en cuero que realizaban su labor volvieron a ver a Vicente atravesando el sembradío para llegar a donde estaban los trigales para poder inspirarse y pintar. El artista necesitaba recaudar dinero pronto, aun sabiendo que sus obras no llegarían a tener una gran cantidad de espectadores interesados en adquirirlas.
Cuando logró instalarse
para pintar, comenzó a ejecutar pinceladas bruscamente y a veces, para
descansar, leía en voz alta las cartas que Theo, su hermano, le envió antes de
suicidarse. Pasaba las mañanas debajo de las sombras de los álamos contando el
dinero que ahorraba. Algunas veces vendía ilegalmente algunos vinos que robaba.
No le importaba que lo trataran ni si quiera de loco porque sabía que era fiel
a sus ideas y que no llegaría a la eternidad.
En una tarde de otoño,
volvió a la gran ciudad con su sombrero de paja y logró vender a un museo de bellas
artes las obras que pintó. A él no le importaba si la cuidarían o no, lo único
que quería era conseguir el dinero para implantarse la prótesis que
reemplazaría a la oreja que se cortó en una noche de demencia.
Yo-yo
En
la plazoleta del barrio, un niño jugaba habilidosamente con su yoyó. Hacía con
el juguete imágenes en el aire o lo hacía rodar en el piso como pretendía.
Llamaba atención su agilidad. En el instante que dejó el juguete en el piso
para tomar agua, una paloma grande pasó y lo cogió con su pata. El ave caminó
hasta la sombra de un árbol y comenzó a mirar al niño. El niño lo miró y con el
pretexto de recuperar su pertenencia, levantó una piedra, le arrogó a la paloma
para asustarla y así ella dejara su juguete. Pero el animal salió volando y
aterrizó en el césped. El muchachito, volvió a levantar otra piedra y
nuevamente le disparó. La piedra impacto en el indefenso animal. Éste cayó
muerto al piso. El pibe se acercó para levantar su cachivache. Luego vio los
ojos de la paloma y se puso a llorar. Se arrepintió porque no quiso matarla,
solamente pretendió ahuyentarla para recuperar su pertenencia. Luego levantó a
la difunta y caminó hasta un árbol que estaba cerca del columpio. Dejó la
paloma y con sus manos comenzó a cavar un pozo. Cuando terminó quiso agarrar la
paloma y ésta ya no estaba. Tan solo había una niña con la frente herida. Él, desesperado
y asustado, se alejó sin levantarse. Los movimientos hicieron que cerrara los
ojos. Al abrirlos se dio cuenta que estaba solo.
El aparecido
No
podía decirle “no” al amigo de toda su vida, porque siempre estuvieron en las
buenas y en las malas, y sabía que en una situación así, tendría que aceptar
llevar las cenizas del difunto hermano en el camión en el cual trabajan
haciendo envíos desde Córdoba capital a Pomán.
Recibió
las cenizas en una caja de madera, cerrada herméticamente. Nelson emprendió el
viaje a los tres días del duelo que enfrentó su compinche camarada. La luna
iluminaba la ruta y la música guarachera lo acompañaba. En medio del viaje, se
bajó del camión para descargar su vejiga llena de gaseosa. Luego abrió el
capote, refrigeró el motor con agua. Al subir nuevamente, sin querer volteó la
caja al asfaltó. Al fijarse, la urna funeraria se abrió y las cenizas se
desparramaron. Como no tenía forma de levantarlas por el pudor que le causaba
semejante acto mortuorio en un escenario tétrico, pensó que lo mejor sería que
antes de entregar las cenizas del difunto a la familia colocar cenizas de
chamizas quemadas que prepararía en su casa. Así lo hizo. Mudo, sin decir ni
una palabra sobre lo sucedido y mostrando el mayor de los respetos a los
familiares que lloraban resignadamente, entregó la urna.
Cuando regresó a Córdoba, lo hizo durante la tarde. Al pasar por el lugar donde sucedió el imprevisto accidente, Nelson baja para pedir perdón al alma, pero sonrió al ver que el ánima de Fernando se alejaba entre los montes.
Mirarnos
Una
mujer se sienta en el bar. Cruza sus piernas. Observo atentamente cada uno de
sus movimientos. Ella me mira, lo sé. Creo que presiente o que sabe que la
miro. En cualquier momento y bar nuestras miradas seguramente se cruzaron. Me pregunto: ¿Sabrá la Gioconda que la veo en
cada mujer que contemplo? Me levanto, la saludo y me retiro ilusionado de que
en otro bar nos encontraremos.
Violencia en el fútbol
Recibe
la pelota y sale gambeteando en dirección al arco del oponente. Esquiva como
Maradona a Pedro y a Juan, dos de los grandes del equipo celeste. Abraham viene
a toda velocidad y le intercede el camino, pero no logra, porque la figura
principal de la noche le hace unos amagues que pone eufórica a la tribuna. Abel
se adelanta luego de recibir un cañito.
La defensa del equipo celeste sale al ataque, pero no logra detener a Abel que
va con la pelota como el Correcamino. Abel patea la pelota con toda su fuerza.
La barra en la tribuna se levanta con ansias de que el gol marque la diferencia
y los consagre campeón en la copa de los siglos. El arquero se prepara para
atrapar la pelota, pero lamentablemente le golpea la cabeza. Caín cae al piso.
La pelota entra al arco y estalla al unísono el grito de la tribuna diciendo: Goooooolllll!
Los
enfermeros se acercan para ayudar a Caín, pero es tarde porque el accidente le
provocó traumatismo encéfalo. Lamentablemente comunicamos que Caín no aguantó y
murió en el acto.
Los
árbitros discuten la suspensión del partido. Abel y su equipo festejan el
triunfo. La hinchada celebra la gran victoria.
La niña
Juega
con arrancarle las uñas con las pinzas, le pasa el encendedor por los labios.
Muy cuidadosamente le extrae los ojos con un cuchillo y con el escúter le abre
la cabeza. Ríe como loca al ver el cuerpo mutilado en la cama. La niña nunca
imaginó ni esperaba que su Barbie cobrara venganza.
Castillo
de arena
Eras chico cuando
intentaste construir tu castillo de arena. Te sentías un peón sin patrón. Sabías que jugando levantabas, poco a poco,
el castillo indestructible que soñabas tener. Tu obsesión te llevó al límite de
tener que pelearte de tus hermanos. No te importó. Se sentías fuerte. Te creías
poderoso, dueño del mundo. Pero la gran
ola destrozó tu castillo por completo. Corriste con la intención de salvarlo,
pero no lo lograste. Te enfureciste y golpeaste con tu puño a la arena mojada.
Pateaste todo lo que encontrabas a tu alrededor.
Jugando te diste cuenta
que nunca serás dueño de un trono, por más que llores abrazando a tu padre.
EL AUTOR
Luis
Daniel Álvarez nació el 28 de enero de 1988 en Andalgalá (Catamarca). Docente y
escritor. En poesía publicó: "Pueblo y rebelión" (2013), "Vuelo
onírico" (2015) y “Pájaros de aguardiente”
(2017). En narrativa: “Sueños encajonados” (2015 ) “La fama de Edward
Arparigowsky” (2019) Dirige la página web de cultura "La tuerca
andante" https://latuercaandante.wixsite.com/website/blog .
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