ESPACIO
Escribí un relato de tres líneas y
en la vastedad de su espacio vivieron cómodos un elefante de los matorrales,
varias pirámides, un grupo de ballenas azules con su océano frecuentado por los
albatros y los huracanes, y un agujero negro devorador de galaxias.
Escribí una novela de trescientas
páginas y no cabía ni un alfiler, todo se hacinaba en aquella sórdida ratonera,
había codazos y campos minados, multitudes errantes que morían y volvían a
nacer, cargamentos extraviados, hechos que se enroscaban y desenroscaban como
una tenia infinita, los temas eran desangrados a conciencia en busca de la
última gota, no prosperaba el aire fresco, se sucedían peligrosas estampidas
formadas por miles de detalles intrascendentes, el piso de este caos ubicuo y
sofocador estaba cubierto con el aserrín de los mismos pensamientos molidos una
y otra vez, los árboles eran genealógicos, los lugares, comunes, y las palabras
pesados balines de plomo que se amontonaban implacablemente sobre el lector
agónico hasta enterrarlo.
DESIGNACIONES
Levantó una casa y a ese hecho lo llamó hogar. Se rodeó de
prójimos y lo llamó familia. Tejió su tiempo con ausencias y lo llamó trabajo.
Llenó su cabeza de proyectos incumplidos y lo llamó costumbre. Bebió el jugo
negro de la envidia y lo llamó injusticia. Se sacudió sin miramientos a sus
compañeros y lo llamó oportunidad. Mantuvo en suspenso sus afectos y lo llamó
dedicación profesional. Se encastilló en los celos y lo llamó amor devoto.
Sucumbió a las embestidas del resentimiento y lo llamó escrúpulos. Erigió
murallas ante sus hijos y lo llamó defensa propia. Emborronó de vejaciones a su
mujer y lo llamó desagravio. Consumió su vida como se calcina un monte y lo
llamó dispendio. Se vistió con las galas de la locura y lo llamó soltar
amarras. Descargó todos los cartuchos sobre los suyos y lo llamó la mejor de
las salidas. Mojó sus dedos en aquella sangre y lo llamó condecoración.
Precintó herméticamente el garaje y lo llamó penitencia. Se encerró en el coche
encendido y lo llamó ataúd.
LA MELANCOLÍA DE
LOS GIGANTES
Sin compasión, hunde la hoja de su
arma en el centro de mi cuerpo indefenso. No hubo provocación alguna por mi
parte. Una ira ciega alienta cada tajo, cada incisión arbitraria y salvaje de
la carne. Los míos dijeron que no opusiera resistencia, que ello involucraría a
los demás en nuevos peligros. El, mientras tanto, profundiza la herida. Qué
puedo hacer yo ante quien contraría de ese modo la ley natural sino sentir una
vaga tristeza y esperar aquí, bajo el camino de estrellas, la bárbara
amputación final, el momento en que me desplome sin más quejidos que los de mis
frondosas ramas al golpear agonizando contra el suelo.
VIAJE
Llego a la estación. No hay nadie.
Voy a emprender, pese a mis pocos años, un viaje largo y colmado de
expectativas. Espero de pie en el andén con la impaciencia propia de alguien
joven y enérgico. El tren, que ha aparecido de pronto a toda velocidad, sin
trepidación de rieles ni chirrido de ruedas, se detiene por completo a mi lado,
disimulando su prisa a la perfección. Cuando intento levantar la maleta, esta
se ha vuelto pesada en extremo. Noto con estupor que no me acompañan las
fuerzas, que mi ímpetu decrece. Comienza a llover. Hace frío. Me dirijo hacia
los peldaños de metal dificultosamente y, sobre todo, con una inconsolable
sensación de haber olvidado algo o de haber dejado atrás a alguien que no
recuerdo. Mis manos ateridas logran empujar la maleta hasta el piso del coche
cama. Encorvado, la arrastro luego por el pasillo mientras jadeo y oigo crujir
los huesos. Una lucecita borrosa, al fondo, me permite tener un atisbo del
estrecho y oscuro compartimento, el que suele asignarse a los pasajeros más
viejos. A duras penas abro la puerta corredera y abandono mi maleta, como una
carga inútil, al pie del portaequipajes. Me tiendo por fin en la litera,
extenuado, vencido, buscando ese aire que reclaman con la boca abierta los
moribundos. El tren parte en la noche y me lleva consigo.
LOS RIVALES
Un desafío concertado a sable con punta, filo y contrafilo.
Dos caballeros frente a frente, al atardecer, sin padrinos, médicos ni público.
Sólo el juez de campo los ve lanzarse a fondo, sortear las acometidas, romper
saltando en retroceso. Son buenos esgrimidores, de movimientos elegantes y
parejo dominio, se conocen, se respetan, se han batido con frecuencia, azuzados
por padrinos indignos que intentaban hacerles un cartel de duelistas. Hoy, una
vez más, desean zanjar dignamente tan enojoso asunto. Pero ninguna estocada
pone fuera de combate a los adversarios, unos rasguños a lo sumo, una caída,
una rotura de arma, un cuerpo a cuerpo. Tampoco en esta ocasión se resuelve el
lance. Cansados, aplazan el cruento ajuste, confraternizan. El manco, con la
vieja camisa zurcida a la vista, parece menos hosco, más frágil y melancólico.
El inglés, de temperamento lenguaraz y desenvuelto, se despide con ampulosos
ademanes. Cien años después, en el mismo lugar, los dos caballeros descienden
de sus landós e intercambian corteses saludos. Una niebla helada desdibuja los
perfiles del prado. El juez mide el terreno, procede al sorteo, lee las actas,
les entrega las pistolas de cañón rayado. A veinte pasos, con las armas en
guardia alta, esperan la orden de fuego. Apuntan durante treinta segundos.
Aprietan el gatillo: los tiradores permanecen en pie tras las detonaciones
consecutivas. Un proyectil ha silbado sobre el manco y aún humea el impacto del
plomo a los pies del inglés. Sin menoscabo de su insuperada reputación, con
objeto de poner fin a esta absurda rivalidad en la que nadie ha recibido
ofensas, los dos gallardos contendientes, Miguel de Cervantes y William
Shakespeare, volverán a comparecer una y otra vez en el campo del honor.
LA MUJER TRANSPARENTE
La mujer se desnuda, unta de miel todo su cuerpo con
minuciosidad, se revuelca a conciencia en un montón de trigo dispuesto en el
pajar, recoge parsimoniosamente los granos pegados a la piel, uno por uno, y
elabora con ellos una sabrosa torta que dará a comer al hombre cuando regrese.
Con la leña del horno arden también pasadas aflicciones y crueldades, se queman
una vez más temores y egoísmos, las lágrimas estallan de nuevo entre chispas
esparciendo un fragante aroma que perfuma la casa como si fuese incienso. Los
ojos de la mujer, vigilantes y esperanzados, se dirigen a la entrada y su
corazón late con una fuerza que parece ensanchar las puertas. Se ha soltado la
cinta del pelo y ha adornado la mesa con flores en torno al pastel incitador.
Cuando el hombre llega, pasa ante la mujer sin detenerse y sin mirarla,
anunciando que viene comido.
EL PROYECTO
El niño se inclinó sobre su proyecto escolar, una pequeña
bola de arcilla que había modelado cuidadosamente. Encerrado en su habitación
durante días, la sometió al calor, rodeándola de móviles luminarias, le aplicó
descargas eléctricas, separó la materia sólida de la líquida, hizo llover sobre
ella esporas sementíferas y la envolvió en una gasa verdemar de humedad. El
niño, con orgullo de artífice, contempló a un mismo tiempo la perfección del
conjunto y la armonía de cada uno de sus pormenores, las innumerables especies,
los distintos frutos, la frescura de las frondas y la tibieza de los manglares,
el oro y el viento, los corales y los truenos, los efímeros juegos de luz y
sombra, la conjunción de sonidos, colores y aromas que aleteaban sobre la
superficie de la bola de arcilla. Contra toda lógica, procesos azarosos
comenzaron por escindir átomos imprevistos y el hálito de la vida, desbocado,
se extendió desmesuradamente. Primero fue un prurito irregular, luego una
llaga, después un manchón denso y repulsivo sobre los carpelos de tierra. El
hormigueo de seres vivientes bullía como el torrente sanguíneo de un embrión,
hedía como la secreción de una pústula que nadie consigue cerrar. Se
multiplicaron la confusión y el ruido, y diminutas columnas de humo se elevaban
desde su corteza. Todo era demasiado prolijo y sin sentido. Al niño le había
llevado seis días crear aquel mundo y ahora, una vez más en este curso, se
exponía al descrédito ante su Maestro y sus Compañeros. Y vio que esto no era
bueno. Decidió entonces aplastarlo entre las manos, haciéndolo desaparecer con
manifiesto desprecio en el vacío del cosmos: descansaría el séptimo día y
comenzaría de nuevo.
EL AUTOR
Ángel Olgoso (Granada, 1961) es uno de los autores de
referencia del relato en castellano. Ha publicado los libros de relatos Los
días subterráneos, La hélice entre los sargazos, Nubes de piedra, Granada año
2039 y otros relatos, Cuentos de otro mundo, El vuelo del pájaro elefante, Los
demonios del lugar (Libro del Año 2007 según La Clave y Literaturas.com y
finalista del XIV Premio Andalucía de la Crítica), Astrolabio, La máquina de
languidecer (Premio Sintagma 2009), Los líquenes del sueño. Relatos
1980-1995 (finalista del XVII Premio Andalucía de la crítica), Cuando
fui jaguar, Racconti abissali, Las frutas de la luna (XX Premio
Andalucía de la Crítica), Almanaque de asombros, Las uñas de la luz,
Breviario negro. También el poemario Ukigumo, el libro ilustrado Nocturnario,
y una recopilación de sus textos de no ficción, Tenue armamento. Ha
obtenido una treintena de premios y relatos suyos se han incluido en más de
cincuenta antologías del género. Es, además, fundador y Rector del Institutum
Pataphysicum Granatensis, Auditeur del Collège de Pataphysique de París,
miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada y de la Amateur Mendicant
Society de estudios holmesianos. Ha sido traducido al inglés, alemán,
italiano, griego, portugués, rumano y polaco.
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