Esa
tarde
Nadie
en casa, el sol de la tarde se cuela por pesadas cortinas, los rayos caen a la
cómoda en donde está la radio; más allá una rinconera con figuras de porcelana:
pastores, mujeres de vestidos largos y sombrillas; los sillones: tapices de
flor de lis, copetes de madera, brazos y respaldos adornados con carpetas
tejidas a gancho; la mesa de centro: rectangular de fierro, ceniceros de
cristal y figuras de mármol. Todos los muebles sobre una alfombra café con grecas
tenues que viene a dar el toque de conjunto. Se escucha música de moda: Agustín
Lara, Tin Tan, Los Tres Ases. Tiempo acogedor detenido. De pronto, el radio se
mueve, ladeándose logra poner la mitad fuera del mueble. Primero sale una
pierna, luego la otra, le sigue un tronco, después los brazos, el cuerpo, de
tamaño regular, viene con un traje de casimir verde oscuro. Cuando está de pie,
toma el panamá del perchero, sólo alcanza a cubrir el centro del radio a modo
de cabeza, abre la puerta y sale silbando. Esa tarde ocre, apacible, espléndida,
se antoja seguir disfrutando.
La
ciudad
En la
ciudad de los radios la actividad empieza muy temprano. Algunas frecuencias
transmiten noticias, o música, otras hablan de política, aquéllas de fútbol,
hay estaciones que tratan de modas, otras emisoras se abocan a la vida de
cantantes y actrices. Mientras que las restantes, las menos, sólo emiten
sonidos largos, fuertes, dispersos, a veces más graves, luego más agudos, otras
son repetitivas: un tiii tiii tiii todo el día, sólo así pueden alzar la voz en
la ciudad, donde cada radiodifusora es un mundo.
Sin embargo esto resulta inaceptable
para las otras, “las normales”, a quienes les chocan las rarezas. Para
justificar la marginación, y a veces hasta el encierro, argumentan que está
comprobado que “las anómalas” son un peligro, pueden contagiar su “trastorno” a
los demás y quizá, llegar hasta el asesinato.
Viuda
Marieta, taquígrafa diecinueve años,
entró corriendo a su casa. -¡No puede
ser!, ¡no puede ser!-
aventó bolsa, sombrero; sin perder tiempo, se apresuró a la cocina, encendió el
radio, con angustia movió la perilla buscando una estación. Arrebatada subió el
volumen, se jaló los cabellos por las sienes, un grito desgarrador se escuchó
entonces. Tirando del cable con violencia, desconectó el aparato, a pesar de lo
abultado, lo aventó contra la pared, se hizo una ranura en el yeso. El radio se
descuadró cayendo al piso, se oyeron cristales, tornillos, se vieron algunas
chispas, asomaron hilos de cobre. Estaba confirmado: Pedro Infante había
muerto.
Por
una hora
Alrededor
de las seis de la tarde uno a uno, los niños tocan el timbre, piden permiso de
entrar para oír “Las Aventuras del Jinete Enmascarado”, los que no alcanzan a
acomodarse en el sillón, se sientan en el suelo. En la vecindad sólo en casa de
Julián hay radio. A la expectativa del desenlace del capítulo anterior, atentos
esperan. De pronto, de la radio sale un hombre con máscara cabalgando un
caballo pinto, todos los niños sorprendidos, aparece también una muchacha muy
bonita, algunos apaches, rayos y truenos, después una hada con varita mágica,
también un rey de chocolate, nariz de cacahuate; la casa se va llenando de
personajes valientes, extravagantes, malvados, hermosos. Inexplicablemente todo
cabe en el pequeño espacio, hasta una nave para viajar a los confines del
universo.
A eso de las siete, los niños se
retiran. Unos sin zapatos, otros sin merienda, aquéllos en sus sillones, jergones,
o donde les toque dormir, algo recuerdan, sonríen, sueñan.
Transformación
Una
gran caja de madera, bulbos, transistores, cuando nació, el radio era un mueble
pesado que llegaba a casa al lugar escogido, apenas un par de estaciones, un
sedentario. Poco después se hizo más pequeño, menos bromoso, hubo una mayor
oferta en la programación. En cuanto pudo se metió a los coches; se hizo
ligero. Luego le dio por emparentarse a otros servicios: los había
despertadores, tocadiscos, de múltiples formas y tamaños. Ahora, como si nada,
se coloca en el bolsillo del pantalón, de la camisa, o en la bolsa de mano, y
aunque a veces sus dueños ni se dan cuenta, en el teléfono móvil se puede
escuchar la radio, en todos lados.
LA AUTORA
Azucena
Franco. Nació en la Ciudad de México, es Maestra en
Literatura Latinoamericana por la Facultad de Filosofía y Letras, ha
participado como ponente de temas literarios en congresos nacionales en la
Universidad Nacional Autónoma de México, e internacionales en Tenerife, Berlín,
Valparaíso, Bogotá, ha publicado cuentos y minificciones en una docena de
antologías, y en diversos blogs y revistas electrónicas.
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