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viernes, 17 de abril de 2020

(62) Azucena Franco






Esa tarde

Nadie en casa, el sol de la tarde se cuela por pesadas cortinas, los rayos caen a la cómoda en donde está la radio; más allá una rinconera con figuras de porcelana: pastores, mujeres de vestidos largos y sombrillas; los sillones: tapices de flor de lis, copetes de madera, brazos y respaldos adornados con carpetas tejidas a gancho; la mesa de centro: rectangular de fierro, ceniceros de cristal y figuras de mármol. Todos los muebles sobre una alfombra café con grecas tenues que viene a dar el toque de conjunto. Se escucha música de moda: Agustín Lara, Tin Tan, Los Tres Ases. Tiempo acogedor detenido. De pronto, el radio se mueve, ladeándose logra poner la mitad fuera del mueble. Primero sale una pierna, luego la otra, le sigue un tronco, después los brazos, el cuerpo, de tamaño regular, viene con un traje de casimir verde oscuro. Cuando está de pie, toma el panamá del perchero, sólo alcanza a cubrir el centro del radio a modo de cabeza, abre la puerta y sale silbando. Esa tarde ocre, apacible, espléndida, se antoja seguir disfrutando.

La ciudad

En la ciudad de los radios la actividad empieza muy temprano. Algunas frecuencias transmiten noticias, o música, otras hablan de política, aquéllas de fútbol, hay estaciones que tratan de modas, otras emisoras se abocan a la vida de cantantes y actrices. Mientras que las restantes, las menos, sólo emiten sonidos largos, fuertes, dispersos, a veces más graves, luego más agudos, otras son repetitivas: un tiii tiii tiii todo el día, sólo así pueden alzar la voz en la ciudad, donde cada radiodifusora es un mundo.
Sin embargo esto resulta inaceptable para las otras, “las normales”, a quienes les chocan las rarezas. Para justificar la marginación, y a veces hasta el encierro, argumentan que está comprobado que “las anómalas” son un peligro, pueden contagiar su “trastorno” a los demás y quizá, llegar hasta el asesinato.

Viuda

Marieta, taquígrafa diecinueve años, entró corriendo a su casa. -¡No puede ser!, ¡no puede ser!- aventó bolsa, sombrero; sin perder tiempo, se apresuró a la cocina, encendió el radio, con angustia movió la perilla buscando una estación. Arrebatada subió el volumen, se jaló los cabellos por las sienes, un grito desgarrador se escuchó entonces. Tirando del cable con violencia, desconectó el aparato, a pesar de lo abultado, lo aventó contra la pared, se hizo una ranura en el yeso. El radio se descuadró cayendo al piso, se oyeron cristales, tornillos, se vieron algunas chispas, asomaron hilos de cobre. Estaba confirmado: Pedro Infante había muerto.

Por una hora

Alrededor de las seis de la tarde uno a uno, los niños tocan el timbre, piden permiso de entrar para oír “Las Aventuras del Jinete Enmascarado”, los que no alcanzan a acomodarse en el sillón, se sientan en el suelo. En la vecindad sólo en casa de Julián hay radio. A la expectativa del desenlace del capítulo anterior, atentos esperan. De pronto, de la radio sale un hombre con máscara cabalgando un caballo pinto, todos los niños sorprendidos, aparece también una muchacha muy bonita, algunos apaches, rayos y truenos, después una hada con varita mágica, también un rey de chocolate, nariz de cacahuate; la casa se va llenando de personajes valientes, extravagantes, malvados, hermosos. Inexplicablemente todo cabe en el pequeño espacio, hasta una nave para viajar a los confines del universo.
A eso de las siete, los niños se retiran. Unos sin zapatos, otros sin merienda, aquéllos en sus sillones, jergones, o donde les toque dormir, algo recuerdan, sonríen, sueñan.  

Transformación

Una gran caja de madera, bulbos, transistores, cuando nació, el radio era un mueble pesado que llegaba a casa al lugar escogido, apenas un par de estaciones, un sedentario. Poco después se hizo más pequeño, menos bromoso, hubo una mayor oferta en la programación. En cuanto pudo se metió a los coches; se hizo ligero. Luego le dio por emparentarse a otros servicios: los había despertadores, tocadiscos, de múltiples formas y tamaños. Ahora, como si nada, se coloca en el bolsillo del pantalón, de la camisa, o en la bolsa de mano, y aunque a veces sus dueños ni se dan cuenta, en el teléfono móvil se puede escuchar la radio, en todos lados.

LA AUTORA

Azucena Franco. Nació en la Ciudad de México, es Maestra en Literatura Latinoamericana por la Facultad de Filosofía y Letras, ha participado como ponente de temas literarios en congresos nacionales en la Universidad Nacional Autónoma de México, e internacionales en Tenerife, Berlín, Valparaíso, Bogotá, ha publicado cuentos y minificciones en una docena de antologías, y en diversos blogs y revistas electrónicas.



























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