Ocaso de un imperio
Swift inventó el país de Liliput, poblado por hombres diminutos, y Tomás Moro la isla de Utopía, cuya capital es Amauroto. Yo también me dedico a inventar lugares imaginarios. Sin ir más lejos, ayer dibujé un círculo con guijarros en el patio y lo nombré Imperio de Chu. Chu es un país árido, sembrado de agujas de pino y habitado sólo por hormigas. Más allá de sus fronteras se extienden parterres con begonias y crisantemos, y también un sendero de grava que conduce hasta la verja de salida, esa verja que siempre permanece cerrada (al menos, para mí). Todos los imperios están condenados a desaparecer: esta mañana, el jardinero arrasó Chu al pasarle un rastrillo por encima. Como me encaré con él, las enfermeras decidieron inyectarme una nueva dosis de tranquilizante.
Damero
A Inés Mendoza
Los arquitectos de Uff, llevados por un escrupuloso afán de simetría, construyeron una ciudad reticulada de casas idénticas y rectas avenidas que nadie puede distinguir entre sí. A esto se debe la espectacular incidencia de la mendicidad en Uff. Los miles de vagabundos que merodean por sus calles son, en realidad, honrados ciudadanos que una mañana salieron a trabajar y que, desde entonces, nunca han vuelto a encontrar su hogar.
Jardín abandonado
La hiedra trepa rápidamente por la fachada, gana el tejado y termina por envolver la casa hasta ocultarla a mis ojos. Para los hombres, esto ha ocurrido a lo largo de varios decenios. Yo tengo otra percepción del tiempo. Adivino cuándo ha pasado el otoño porque el jardín se ilumina fugazmente de un resplandor amarillo. Todo transcurre a mi alrededor a una velocidad vertiginosa. Ignoro cuántas son las generaciones de palomas que han depositado sus excrecencias sobre mi cabeza de bronce.
Fan
Parecía
imposible, pero Elvis se encontraba allí, delante de mí, haciendo cola en la
caja de aquel supermercado. Aunque iba camuflado con unas gafas de sol y una
enorme barba gris, hubiera reconocido su rostro incluso bajo un pasamontañas.
Le seguí hasta los aparcamientos y, mientras vaciaba el carro de la compra en
su maletero, lo abordé. Naturalmente, negó ser Elvis, pero yo le arranqué la
barba de un tirón. Como imaginaba, era postiza. «Entonces, no es una leyenda»,
exclamé. «¡Estás vivo!» Esa noche bebimos hasta hartarnos. Elvis lo pasó en
grande, e incluso interpretó algunos compases de Love me tender, aunque, por la edad, ya desafinaba un poco. Cuando
empezó a amanecer, me mostró una navaja medio oxidada que guardaba en su
cazadora y me pidió disculpas por tener que matarme, ya que ―explicó―
necesitaba salvaguardar su incógnito. Le aseguré que lo comprendía, y que, para
mí, el haber compartido una velada con él ya justificaba toda una vida. Mi
cadáver se pudre ahora en una solitaria cuneta de Oregón, es cierto, pero
cuántos querrían haber estado en mi lugar.
Desproporción
Vació
el bidón de arsénico en la planta potabilizadora que abastecía a toda la
ciudad. Sabía que su mujer siempre bebía agua del grifo.
Círculo
A Julia Robles
El
posadero me dice que sólo queda una habitación libre y, a continuación, me
advierte de que nadie quiere ocuparla nunca, puesto que en ella se cometió
―hace ya veinte años― un crimen horrendo. Le aseguro que no soy supersticioso y
me da
El punto de vista
Desde
que recuerda, el asno ha trabajado en el viejo molino. Siempre ha creído que el
universo no consiste en otra cosa que en una senda circular a la que debe dar vueltas
sin descanso, empujando un pesado tronco unido por su extremo a una piedra de
moler. Acepta con mansa resignación ese destino, y sólo desea que no le falte
un saco de heno al concluir
Todos los relatos pertenecen a “Teatro de
ceniza”, editorial Menoscuarto, Palencia, España, 2011.
Manuel
Moyano (Córdoba, España, 1963) creció en Barcelona y
vive en Molina de Segura (Murcia). Como narrador de ficciones ha obtenido el
premio Tigre Juan por El amigo de Kafka,
el Celsius de la Semana Negra de Gijón por El
imperio de Yegorov (novela también Finalista del Premio Herralde), el
Tristana por La coartada del diablo y
el Carolina Coronado por La hipótesis
Saint-Germain.
Sus relatos y microrrelatos, recogidos en El oro celeste, El experimento Wolberg y Teatro
de ceniza, aparecen en numerosas antologías. Es autor asimismo de las
novelas El abismo verde, La agenda negra y Los reinos de Otrora, y del libro para niños Aventuras del piloto Rufus.
Como escritor de no-ficción ha publicado La memoria de la especie, Mamíferos que escriben, El lobo de Periago, Cuadernos de tierra, Dietario
mágico (un tratado sui generis sobre la curandería) o Travesía americana, que narra un viaje en familia a través de los
Estados Unidos. Gestor cultural, colaborador en los diarios La Opinión y La Verdad de Murcia, es también ingeniero agrónomo por la
Universidad de Córdoba, sátrapa trascendente por el Institutum ‘Pataphysicum Granatensis
y miembro de la Orden del Meteorito de Molina de Segura.
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