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miércoles, 7 de julio de 2021

(106) MANUEL MOYANO

 


 


Ocaso de un imperio

Swift inventó el país de Liliput, poblado por hombres diminutos, y Tomás Moro la isla de Utopía, cuya capital es Amauroto. Yo también me dedico a inventar lugares imaginarios. Sin ir más lejos, ayer dibujé un círculo con guijarros en el patio y lo nombré Imperio de Chu. Chu es un país árido, sembrado de agujas de pino y habitado sólo por hormigas. Más allá de sus fronteras se extienden parterres con begonias y crisantemos, y también un sendero de grava que conduce hasta la verja de salida, esa verja que siempre permanece cerrada (al menos, para mí). Todos los imperios están condenados a desaparecer: esta mañana, el jardinero arrasó Chu al pasarle un rastrillo por encima. Como me encaré con él, las enfermeras decidieron inyectarme una nueva dosis de tranquilizante.


Damero 

A Inés Mendoza

Los arquitectos de Uff, llevados por un escrupuloso afán de simetría, construyeron una ciudad reticulada de casas idénticas y rectas avenidas que nadie puede distinguir entre sí. A esto se debe la espectacular incidencia de la mendicidad en Uff. Los miles de vagabundos que merodean por sus calles son, en realidad, honrados ciudadanos que una mañana salieron a trabajar y que, desde entonces, nunca han vuelto a encontrar su hogar.


Jardín abandonado

La hiedra trepa rápidamente por la fachada, gana el tejado y termina por envolver la casa hasta ocultarla a mis ojos. Para los hombres, esto ha ocurrido a lo largo de varios decenios. Yo tengo otra percepción del tiempo. Adivino cuándo ha pasado el otoño porque el jardín se ilumina fugazmente de un resplandor amarillo. Todo transcurre a mi alrededor a una velocidad vertiginosa. Ignoro cuántas son las generaciones de palomas que han depositado sus excrecencias sobre mi cabeza de bronce.

Fan

Parecía imposible, pero Elvis se encontraba allí, delante de mí, haciendo cola en la caja de aquel supermercado. Aunque iba camuflado con unas gafas de sol y una enorme barba gris, hubiera reconocido su rostro incluso bajo un pasamontañas. Le seguí hasta los aparcamientos y, mientras vaciaba el carro de la compra en su maletero, lo abordé. Naturalmente, negó ser Elvis, pero yo le arranqué la barba de un tirón. Como imaginaba, era postiza. «Entonces, no es una leyenda», exclamé. «¡Estás vivo!» Esa noche bebimos hasta hartarnos. Elvis lo pasó en grande, e incluso interpretó algunos compases de Love me tender, aunque, por la edad, ya desafinaba un poco. Cuando empezó a amanecer, me mostró una navaja medio oxidada que guardaba en su cazadora y me pidió disculpas por tener que matarme, ya que ―explicó― necesitaba salvaguardar su incógnito. Le aseguré que lo comprendía, y que, para mí, el haber compartido una velada con él ya justificaba toda una vida. Mi cadáver se pudre ahora en una solitaria cuneta de Oregón, es cierto, pero cuántos querrían haber estado en mi lugar. 


Desproporción

Vació el bidón de arsénico en la planta potabilizadora que abastecía a toda la ciudad. Sabía que su mujer siempre bebía agua del grifo.


Círculo

A Julia Robles

El posadero me dice que sólo queda una habitación libre y, a continuación, me advierte de que nadie quiere ocuparla nunca, puesto que en ella se cometió ―hace ya veinte años― un crimen horrendo. Le aseguro que no soy supersticioso y me da la llave. Entro en la habitación: hay en ella una cama de hierro, una mesita, una silla, un lavabo. No necesito nada más. Cuando anochece, salgo a dar una vuelta. Una mujer me aborda por la calle. Le pido que me acompañe a la posada. Una vez en la habitación, la degüello mientras la estoy penetrando por detrás. Luego, la abro en canal y utilizo sus órganos para escribir mensajes en las paredes. Ni yo mismo sé lo que significan. Siento sueño. Me acomodo en la cama junto al cadáver eviscerado y me duermo. Cuando despierto, veo a dos policías encañonándome con sus pistolas. Juraría que el hombre con cara de espanto que les acompaña es el posadero, aunque parece veinte años más joven. 

El punto de vista

Desde que recuerda, el asno ha trabajado en el viejo molino. Siempre ha creído que el universo no consiste en otra cosa que en una senda circular a la que debe dar vueltas sin descanso, empujando un pesado tronco unido por su extremo a una piedra de moler. Acepta con mansa resignación ese destino, y sólo desea que no le falte un saco de heno al concluir la jornada. Los empleados que circulan cada amanecer ―camino de sus oficinas― por la carretera que pasa junto al molino, se burlan del asno y piensan que es un animal estúpido. Aún siguen pensándolo cuando, tras caer la noche, regresan por fin a sus casas.

 

Todos los relatos pertenecen a “Teatro de ceniza”, editorial Menoscuarto, Palencia, España, 2011.

 

         EL AUTOR

Manuel Moyano (Córdoba, España, 1963) creció en Barcelona y vive en Molina de Segura (Murcia). Como narrador de ficciones ha obtenido el premio Tigre Juan por El amigo de Kafka, el Celsius de la Semana Negra de Gijón por El imperio de Yegorov (novela también Finalista del Premio Herralde), el Tristana por La coartada del diablo y el Carolina Coronado por La hipótesis Saint-Germain.

Sus relatos y microrrelatos, recogidos en El oro celeste, El experimento Wolberg y Teatro de ceniza, aparecen en numerosas antologías. Es autor asimismo de las novelas El abismo verde, La agenda negra y Los reinos de Otrora, y del libro para niños Aventuras del piloto Rufus.

Como escritor de no-ficción ha publicado La memoria de la especie, Mamíferos que escriben, El lobo de Periago, Cuadernos de tierra, Dietario mágico (un tratado sui generis sobre la curandería) o Travesía americana, que narra un viaje en familia a través de los Estados Unidos. Gestor cultural, colaborador en los diarios La Opinión y La Verdad de Murcia, es también ingeniero agrónomo por la Universidad de Córdoba, sátrapa trascendente por el Institutum ‘Pataphysicum Granatensis y miembro de la Orden del Meteorito de Molina de Segura.

 


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